jueves, 13 de agosto de 2020

20

Un ladrillo sobre el otro. Dos ladrillos yuxtapuestos por el lado más pequeño, vistos de lado. Sobre la línea que delinea su unión, yuxtapuesto un tercer ladrillo. Repetir. Al tercer ladrillo superponerle un cuarto, para el volumen. Yuxtaponer, superponer de nuevo. Una silueta amarronada recortada contra el cielo celeste.
Columna, columna, arco ojival, bóveda de armazón. El marrón de las butacas en el pasillo, amontonadas para que no obstruyan los engranajes gigantes. Afuera, arbotantes y contrafuertes. Adentro, ruedas texturadas que giran y giran. El altar ya no existe: por un cilindro torneado baja un engrán que encaja perfectamente en el suelo ahuecado, preparado para la máquina. De la pared de la rotonda brotan doce bultos de los que surgen doce palancas que giran por su propia cuenta. El edificio tiembla.
La tierra se agrieta al exterior. Al interior, las estructuras dan vueltas hacia la izquierda, al lado opuesto del que gira el enorme engranaje sobre el suelo. La columna está al rojo vivo y comienza a bajar de manera vertical por el centro del engrán hasta que desaparece dejando subir desde las entrañas del mundo una ráfaga de fuego.
Hubo un tiempo en el que la catedral fue el edificio más alto de la ciudad y estaba prohibido que la altura de cualquier sobrepasara el punto más alto de la última torre. Lo que parecía un pararrayos era en realidad una distracción: porque lo que siempre importó no fue el cielo sino lo que había debajo del armatoste.
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Llegué al país plateado y me asenté en una colonia alemana en la capital del inmigrante, no muy lejos del río. Tenía una casa. Hoy me paso las noches robando sangre y robando internet para poder escribir y para poder tener memoria. Me paso la vida o la muerte o como más les guste llamarla mirando la catedral desde lejos porque el fantasma de Benoit no deja que me acerque. Me divierto sin embargo con las profanaciones diarias: me encanta cómo la catedral es simplemente un decorado de fotos de quinceañeras, de bodas, un punto de encuentros de egresados en el ritual del egreso universitario, un punto de paso o destino de manifestaciones sociales. Pero prevalece. Permanece. Nadie sabe si quemarla o reapropiarla, o un poco de las dos cosas.

jueves, 6 de agosto de 2020

19


La catedral está allí más allá de lo humano, más allá de lo personal. El edificio existe solo en el universo. Teresita deja de existir, el viajero deja de existir. Todos los edificios pueden volverse plateados, menos la catedral. La catedral mantiene su color ladrillo, se encobriza, tal vez. Se enrolla sobre sí, se aísla. 

Detrás de los párpados sus ojos 
se han volteado y miran hacia adentro
- Rilke

jueves, 30 de julio de 2020

18

La ciudad no existe. El viajero todavía puede ver la catedral, aunque no esté ahí. Pero ve algo más. Algo que le desconcierta. Teresita también está ahí y entonces le golpea como un rayo: la catedral está adherida a ese pedazo de tierra como una chinche gigante sobre un pedazo de corcho, se extiende hacia la plaza, se aferra al suelo y funciona como palanca para maniobrar el globo.

jueves, 23 de julio de 2020

17

Teresita esperaba apurada el autobús frente a la catedral. Esperaba apurada, conocen la sensación. «Malditos hippies que le ponen nombres de gente vieja a sus hijos», pensaba mientras recibía los siete mensajes que comenzaban con su nombre.
Tal vez su presencia allí fuera casual pero, ¿La presencia de quién cerca de la catedral lo era? De seguro no lo era la del estudiante de música que pasaba por ahí vestido como si fuera del siglo XVII, con un estuche de violín en la mano.
Anti-casual era la presencia del viajero temporal en la plaza: desde allí podría ver mejor la catedral. Por el bien de la narración podría decirse que su nombre era Saint-Germain.
De lo más interesante era su forma de doblar el tiempo y viajar de una punta a la otra de este. Es sencillo imaginar al tiempo como a una línea recta que todo lo atraviesa y que eventualmente se desvía. Piénsese en el reloj de Hill Valley en Back To the Future. En 1985, el reloj no funciona; en 1955, los personajes presencian la caída del rayo que produjo su detenimiento; y en 1885, atienden a su inauguración.
Lo cierto es que la desviación es la norma del tiempo y cada objeto tiene el suyo propio. Más que líneas, el tiempo son raíces que envuelven las cosas.
Tómese la catedral como ejemplo: para el viajero en el 2019 existe y no dejará de existir aunque se vaya a un tiempo en el que no existía; principios del siglo XIX, por ejemplo.

jueves, 16 de julio de 2020

16

En un ensayo sobre la arquitectura gótica, William Morris escribía que esta era orgánica, por su tendencia al crecimiento. Un tiempo después, Wilhelm Worringer observaba lo contrario: el crecimiento del gótico, aunque se refería al ornamento, es inorgánico: se extiende en desequilibrio hacia donde le place. 
La catedral, en su peculiaridad, no es ni una ni la otra: es xenostática, se adapta a lo otro. 
Por eso la catedral es xenogótica: crece y decrece en relación a lo que la rodea.

jueves, 9 de julio de 2020

15

Siempre está cambiando de posición, la catedral. Se la puede ver desde la ventana de un departamento, o desde la calle, o desde la municipalidad. Se la puede ver en una postal, o estampada en una camioneta con llamas ploteadas.

jueves, 2 de julio de 2020

14


La catedral es un objeto de otro tiempo, de otro espacio. Se extiende desde otro plano a través del corredor infinito. Junto a ella podría haber una pirámide o una nave espacial, pero nada propio de su tiempo. Está concebida para la disonancia, para ser habitada por Drácula o el Conde Saint-Germain.
Cuatro patas como arañas mueven el castillo impulsado por un corazón de fuego. Dos símbolos en uno que forman el signo de la guerra: el castillo y el automóvil. Dos símbolos de la catedral.

jueves, 25 de junio de 2020

13

La línea 273 de colectivos pasa justo por en frente de la catedral de la ciudad de La Plata; al igual que muchas otras. 
El relieve anacrónico que produce el edificio es mayor a cualquier otro: nadie o casi nadie dirá muy seguido algo parecido sobre los neoclásicos monumentos habitables como el Banco Provincia o el Palacio Municipal; nadie señalará el reloj detenido del Banco Nación. Tal vez esto se deba, justamente, a las diferencias estilísticas. Para decirlo de un solo golpe: el gótico es anacrónico, lo clásico es atemporal. 
La catedral de La Plata es anacrónica: «se puede recorrer su transepto, admirar los vitrales y las gárgolas, pero se trata de un monstruo que nació a destiempo y aparece allí como implantado, ajeno a la urbe que lo rodea». 
Los edificios neoclásicos son fundacionales, tienen que ver con la génesis de la ciudad.

jueves, 11 de junio de 2020

12

Apenas si me quedó algún recuerdo
de aquel entusiasmo vivísimo
que antaño me inspiraba la vista
de semejante género de arquitectura

jueves, 4 de junio de 2020

11


Segundo acto
Entrada en un diario anónimo
El primer recuerdo que tengo de la catedral parece casi un sueño: fue a principios de este milenio en un viaje escolar; el edificio parecía interminable desde dentro, tanto que lo recuerdo casi infinito, sin las butacas que hoy tiene, ya no sé si efectivamente o producto de mi exageración imaginada. No puedo recordar el impacto que me generó su exterior.
El segundo recuerdo que tengo – no en un orden cronológico, sino más bien jerárquico – es de unos pocos años después, unos diez o un poco más. La expresión «la única iglesia que ilumina es la que arde» ya estaba de moda, creo, y un compañero estudiante de artes hablaba de lo increíble que sería ver a la catedral arder; no por los valores que representa, sino como un espectáculo estético.

jueves, 30 de abril de 2020

10

Así, en otro tiempo, desde la oscuridad
de las catedrales tomaban los grandes rosetones
a un corazón y lo arrastraban hacia el interior de Dios
- Rilke


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30 de abril del 2020. Fin del primer acto. Tal vez sea tiempo de que me meta de lleno en la historia.

jueves, 23 de abril de 2020

9

El cómo he comenzado no recuerdo,
ni nada en mí que he de acabar me dice,
ni el final veo.
Así, puesto que soy, ¡eterno soy!

No hay nadie en la calle y encuentro una reconfortante sensación en tal situación. Una auténtica estética del vacío. Se siente como si tuviera la ciudad entera para mí sólo. Aunque también es aplastante. A la noche aparezco y no hay nada que me reciba en la calle fría. No hay cobijo para mí.
Casi que puedo sentir en mi cabeza las puntas inferiores de las estrellas, haciendo presión hacia abajo.
Sobre mi ¿Qué derecho tienen esas estrellas que en la altura me miran de ese modo?
Todo está cerrado; ya no puedo concurrir a las inauguraciones platenses y mirar desde afuera los intercambios de los que ya no participo. Otra vez estoy adicto al inmenso monolito rojo ladrillo. No quiero nombrarlo. No quiero que esté ahí. Pero también lo quiero. Necesito un símbolo que me tranquilice. Necesito saber que existe.

... ese ojo, que parece afable,
se abre y de golpe vuelve a cerrarse con estruendos
y lo arrastra todo a su interior, hasta la roja sangre

El espectáculo de cientos de carteles de neón apagados. Extraño la voz de la gente que está encerrada. Benjamin decía que la poesía solamente se forma y se propaga al recibirla de viva voz.

jueves, 9 de abril de 2020

8

La vida humana se reduce a un sueño, esto es lo que muchos han creído, y tal idea no deja de perseguirme. Ya no puedo distinguir los sueños de los demás de los míos, ni los sueños de una película proyectándose en alguna función nocturna. La noche es tan ruidosa... mi palabra es todo lo que tengo, pero el día me obliga a callar.
No me quemo, al menos no con el sol; no ardo en llamas ni brillo bajo la luz de la estrella de fuego: simplemente me desvanezco, cuando Apolo da vuelta a la Tierra y su inmenso rostro ilumina a las criaturas temerosas indicándoles la seguridad de iniciar la marcha diurna, me desvanezco. Pero durante la noche existo ¡Existo y no puedo ver los hermosos colores que el sol sólo permite!
Recuerdo el interior de un macizo castillo con sus paredes adornadas por tapices en rojo y azul, con flores y doncellas, y animales fantásticos, y caballeros fuera de escena. Recuerdo el exterior del castillo, adornado por el barro en el que se revuelcan y rechinan hombres de hojalata que blanden sus espadas por las decisiones de pequeños hombres muy jóvenes o muy viejos, muy cuerdos o muy insanos, muy testarudos o muy esquivos. Verán, la inmortalidad no es vivir por siempre; no es más que la acumulación de una vida tras la otra. La acumulación de cada vida que segué y de mi propia vida; la de Winkelmann antes de la mía, y todos a los que asesinó; su predecesor y todas sus víctimas. Puedo sentir en mi sangre las percepciones más remotas de la humanidad.