Un ladrillo sobre el otro. Dos ladrillos yuxtapuestos por el lado más pequeño, vistos de lado. Sobre la línea que delinea su unión, yuxtapuesto un tercer ladrillo. Repetir. Al tercer ladrillo superponerle un cuarto, para el volumen. Yuxtaponer, superponer de nuevo. Una silueta amarronada recortada contra el cielo celeste.
Columna, columna, arco ojival, bóveda de armazón. El marrón de las butacas en el pasillo, amontonadas para que no obstruyan los engranajes gigantes. Afuera, arbotantes y contrafuertes. Adentro, ruedas texturadas que giran y giran. El altar ya no existe: por un cilindro torneado baja un engrán que encaja perfectamente en el suelo ahuecado, preparado para la máquina. De la pared de la rotonda brotan doce bultos de los que surgen doce palancas que giran por su propia cuenta. El edificio tiembla.
La tierra se agrieta al exterior. Al interior, las estructuras dan vueltas hacia la izquierda, al lado opuesto del que gira el enorme engranaje sobre el suelo. La columna está al rojo vivo y comienza a bajar de manera vertical por el centro del engrán hasta que desaparece dejando subir desde las entrañas del mundo una ráfaga de fuego.
Hubo un tiempo en el que la catedral fue el edificio más alto de la ciudad y estaba prohibido que la altura de cualquier sobrepasara el punto más alto de la última torre. Lo que parecía un pararrayos era en realidad una distracción: porque lo que siempre importó no fue el cielo sino lo que había debajo del armatoste.
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Llegué al país plateado y me asenté en una colonia alemana en la capital del inmigrante, no muy lejos del río. Tenía una casa. Hoy me paso las noches robando sangre y robando internet para poder escribir y para poder tener memoria. Me paso la vida o la muerte o como más les guste llamarla mirando la catedral desde lejos porque el fantasma de Benoit no deja que me acerque. Me divierto sin embargo con las profanaciones diarias: me encanta cómo la catedral es simplemente un decorado de fotos de quinceañeras, de bodas, un punto de encuentros de egresados en el ritual del egreso universitario, un punto de paso o destino de manifestaciones sociales. Pero prevalece. Permanece. Nadie sabe si quemarla o reapropiarla, o un poco de las dos cosas.